No, no es otro artículo augurando la muerte del libro de papel.
The future of books por Johan Larsson, bajo licencia CC BY 2.0.
Nuestro uso omnipresente de herramientas tecnológicas ha sido demonizado durante muchos años: hay investigadores que sostienen que la tecnología nos está volviendo tontos, sencillamente, haciéndonos perder capacidades intelectuales y analíticas. Aunque esta afirmación haya sido refutada una y otra vez, lo que sí es cierto es que nuestra manera de consumir información escrita puede estar viéndose afectada por los dispositivos que usamos, la estructura de las plataformas en las que hacemos vida social, y la manera en que la información y la cultura nos es presentada en estos tiempos.
De la misma manera en que nuestra forma de ver películas y series ha cambiado con el auge del binge-watching, la cantidad de tiempo que pasamos leyendo tweets y actualizaciones de Facebook podrían impactar nuestra capacidad de leer textos más largos. Sin embargo, no debemos confundir esto con un impacto directo en nuestra inteligencia, sino con una adaptación que nos permitiría lidiar con el constante bombardeo de diferentes tipos de estímulo, pero que al mismo tiempo, inevitablemente, afectaría nuestra capacidad de regresar y permanecer por más tiempo en textos más largos.
De acuerdo con un estudio realizado por la científica noruega Anne Mangen, la manera en la que nuestros cerebros procesan el texto (en el caso de su estudio, un cuento) es diferente incluso al comparar las experiencias entre papel y la pantalla de un Kindle, que -podríamos argumentar- es el dispositivo más cercano a un libro físico: quienes leen en papel pueden reconstruir más fácilmente el argumento del libro, lo que indica que quienes defienden la experiencia táctil podrían tener un punto a su favor.
El auge de la narrativa hipertextual
Quizás no todos hayamos llegado al punto de tratar de hacer clic con el dedo en la página de un libro antes de darnos cuenta de lo que estábamos haciendo, pero el acto de hacer scroll en una línea de tiempo está engranado en nuestros cerebros. La ruptura reiterada en nuestra atención nos facilita lidiar con una gran cantidad de piezas pequeñas de información, y nos hace más fácil entender nuevas formas de literatura, como la narración interactiva o la literatura multimedia o transmedia.
Por otra parte, quienes consumen su contenido cultural primariamente en pantallas, en lugar de en papel, son más propensos a verse interrumpidos inclusive si están leyendo un texto más largo, como un libro: las notificaciones exigen, de nuevo, un salto constante en el foco de nuestra atención, del mismo modo que los enlaces llevan a otros enlaces y cuando nos damos cuenta tenemos 56 pestañas abiertas y no hemos terminado de leer el primer artículo.
Pero precisamente ésta es la tragedia y la belleza de la hipertextualidad: cuando un texto se enriquece con múltiples capas de significado (cuando podemos buscar esa referencia o esa palabra que no comprendemos en la Wikipedia al mismo tiempo que estamos leyendo, y abrir nuevos caminos dentro del texto, o para tuitear sobre el artículo o iniciar una discusión en Facebook), dejamos de ser consumidores pasivos y pasamos a ser prosumidores de contenido.
Otros estudios han demostrado que las personas, simplemente, somos más impacientes cuando leemos texto en una pantalla. Puede parecer una enorme pérdida la cantidad de esfuerzo que un autor tiene que llevar a cabo en esta época para conservar la atención de un lector durante más de 140 caracteres, pero al mismo tiempo podríamos elegir verlo como una ganancia: la realidad es que estamos leyendo más que nunca y más rápidamente, no menos. Las estadísticas de aplicaciones como Pocket demuestran que estamos leyendo durante el desayuno, en el bus al trabajo, en todos los tiempos muertos en los que nos habría gustado tener un libro a mano: el móvil siempre está en el bolsillo, y dentro de él, el mundo.
De modo que nuestra queja no es cuantitativa, sino cualitativa: lo que echamos en falta es el estado de trance que alcanzamos cuando un texto captura nuestra atención. La buena noticia, sin embargo, es que hay estudios que comprueban que esta brecha no alcanza a los nativos digitales, es decir, que éstos son capaces de derivar el mismo placer y la misma capacidad de comprensión de un texto en papel o en la pantalla. Y quizás eso signifique, simplemente, que necesitamos producir contenido de mayor calidad si deseamos ganarnos la atención de nuestros lectores. De modo que si después de seiscientas palabras, todavía estás aquí, me doy por bien servida.
Estudios científicos muestran que el sentido del humor es una marca que revela un alto cociente intelectual. La inteligencia del humor es la capacidad de percibir que este mundo es una ilusión o al menos la habilidad de navegar en la incertidumbre y no sufrir por resistirse a cómo son las cosas. El verdadero sentido del humor empieza por no tomarse demasiado en serio uno mismo y no identificarse con la imagen y la importancia personal: de aquí surge una gran libertad y una fluidez del ser (si no nos definimos y no nos enganchamos con lo que nos dicen que somos, podemos ser cualquier cosa). Es por ello que grandes maestros espirituales han sido también grandes humoristas: disolviendo su ego en las carcajadas luminosas que son como cachetadas en la cara o como relámpagos en el cielo. La mayoría de las tradiciones esotéricas han enseñado que el mundo como lo percibimos convencionalmente es una ilusión, es una danza de apariencias; en este sentido el sincero humorista tiene ya la mitad de la práctica hecha, puesto que sabe percibir y operar desde esta comprensión.
Una de las características esenciales del humor es la capacidad de trascender las visiones dualistas o la lógica aristotélica que supone que si una cosa es, entonces no puede ser otra, es esto o lo otro. Por ejemplo, una anécdota zen cuenta que un maestro en su lecho de muerte congregó a sus alumnos para transferirles su conocimiento y entonces le pidió a uno de los monjes que les dijera a los demás: “La Verdad es como un río”. A lo que uno de los monjes jóvenes, confundido, preguntó: “¿Por qué la Verdad es como un río?”. Cuando el monje le hizo llegar al maestro esta reacción, éste dijo: “O.K., la Verdad no es como un río”. En el humor como en la alta comprensión de la naturaleza, es absurdo preocuparse por los conceptos y las etiquetas que les ponemos a las cosas. En el zen estas paradojas buscan romper con las categorías en conflicto y liberar al practicante de sus conceptos a través de un ráfaga de energía. Son numerosas las historias de alumnos que han probado el néctar de la iluminación después de un rápido e imprevisto golpe en la cara propinado por su maestro o de ser aventados al lodo, escenas que en otro contexto podríamos ver en un programa de TV de comedia.
El filósofo y teólogo Alan Watts escribió: “Las personas sólo sufren porque toman en serio lo que los dioses hacen por diversión”. Nos identificamos con el “show” de la creación y pensamos que es real, muy importante e incluso letal, cuando es sólo un juego. En la India se habla del juego de Lila o del ilusionismo divino de Maia, mágicas y maravillosas apariencias que hacen que una persona se extravíe en el samsara si no ha logrado la sabiduría de que todo es el Brahman, de que todo es una sola conciencia experimentado el juego de la aparición y la multiplicidad. Por otro lado, si reconoce el Maia, entonces experimenta el supremo deleite de la belleza universal con todo su despliegue, como un hombre que puede observar y disfrutar de la sensual danza de velos de una hermosa mujer pero no pierde la cabeza por ello. Como sugiere el Sutra de la Guirnalda, el universo entero y todos sus fenómenos se convierten en joyas, en ornamentos de la experiencia.
El maestro del budismo dzogchen, Longchen Rabjam, escribió en su Tesoro del espacio base de los fenómenos: “En la experiencia de los yoguis que perciben el mundo de manera no-dual el solo hecho de que las cosas se manifiesten pese a que realmente no existen es tan asombroso que estallan de risa”. Debemos recordar la famosa frase del Sutra del Corazón: “la vacuidad es forma; la forma es vacuidad”. Según el budismo –y también la física cuántica– las cosas están vacías y sin embargo es la maravilla de nuestro mundo que las cosas se manifiestan y las podemos disfrutar como formas, pese a que no tienen una existencia inherente –existen de manera interdependiente como un chiste que necesita que tengamos un marco referencial en común y de ciertas causas y condiciones para que pueda ser un chiste.
Esta perspectiva de la realidad sin apego, fijación o importancia personal, en el budismo tibetano lleva a la delicia pura de la conciencia, esto es, la contemplación del espectáculo de la realidad, que todo el tiempo produce fenómenos únicos, irrepetibles, insustanciales y efímeros, literalmente como actos mágicos. La contemplación del ilusionismo de la fuente inagotable de la creación del mundo es el goce estético más sublime, el punto en el que la contemplación artística y espiritual se entrelazan en la unidad de la luz y el espacio, del sujeto y el objeto. El maestro del linaje nyingma del budismo tibetano, Thinley Norbu Rinpoche, explica en su libro Magic Dance que cuando la percepción se relaja y deja de aferrarse a los objetos, la mente se purifica y entonces la realidad se convierte en un incesante despliegue mágico de sabiduría donde todos los fenómenos son manifestaciones divinas.
Otro aspecto de la sabiduría ligada al humor y a la más radical conciencia del absurdo fue desarrollado por Chögyam Trungpa con su idea de la “crazy wisdom” (sabiduría demente), con la que este polémico maestro budista busca también trascender las categorías ordinarias. En su libro Cutting Through Spiritual Materialism, Trungpa señala que una vez que una persona realmente se pone a investigar cómo es, empieza a “sospechar que todas sus creencias son alucinatorias” y que “ha distorsionado su experiencia al evaluarla”. Si sigue buscando el fondo de lo que es y la razón, por ejemplo, por la que tiene un malestar existencial, llegará a un punto de desesperanza y entre más profundo busca sólo seguirá descubriendo más vacuidad, menos esencia y menos una respuesta definitiva. En este punto puede ocurrir un momento de insight o iluminación ante lo absurdo. En su texto “Crazy Wisdom” agrega: “En ese punto dejamos de albergar la esperanza de una respuesta, o de cualquier otra cosa… Esta desesperanza es la esencia de la sabiduría demente. Es completamente desesperanzador”. Entonces surgen las risotadas del santo loco iluminado que sabe que no hay nada que hacer, no hay por qué preocuparse, sólo queda disfrutar de esta comedia absurda y genial que nace de su propia mente. Nadando en la nada uno se puede ahogar, pero también puede simplemente notar que no hay nadie ahí para que alguien se pueda ahogar.
Esto también queda expresado por la carta del tarot de El Loco –siempre con un pie en el abismo, que arranca la carrera iniciática de los arcanos y que se transforma en el arcano de El Mago. Al dejar de tomar la existencia tan seriamente, existe una liberación que otorga confianza y desapego para realizar cualquier cosa sin considerar demasiado lo que piensen los demás. La acción se convierte en brote espontáneo, lo cual entra en simpatía con el proceso creativo del universo: todo lo que se hace (el mago y el universo) se hace espontáneamente –su ser es idéntico a crear, no hay división entre la voluntad individual y la ley universal. El Mago (el Loco en estado de unidad manifiesta) es quien ha sido capaz de abandonarlo todo y arrojarse al desfiladero con confianza en la irrealidad del mismo. O como dijera Terence McKenna: “Así es como se hace la magia. Se hace dejándote caer en el abismo y descubriendo que es una cama de plumas”.
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